El milagro escondido


Vivimos en una cultura en la que lo espectacular llama mucho la atención. Lo notamos en la programación de muchos canales y en las preferencias de la gente, donde se pone de manifiesto que si lo que se hace no produce un fuerte impacto visual, no sirve ni servirá. Las cosas que llaman a la reflexión o los hechos de las personas que están realmente intentando cambiar su mundo, pasan casi inadvertidos ante la avalancha de noticias sensacionalistas y escándalos de los que saben que ahora son famosos, pero que si no producen suficiente material para llenar los espacios televisivos esa fama desaparecerá tan rápido como vino. Los jíbaros eran una tribu famosa por un hecho: eran excelentes reduciendo las cabezas de sus enemigos muertos. La televisión de nuestra época pasará a la historia como una muestra magistral del arte de reducirle la cabeza a los seres humanos.


Pero no escribo hoy para hablar de la televisión de hoy. Me quiero centrar en lo que fue el milagro más grande que podamos imaginar: la llegada del Dios-Hombre entre nosotros. Fue un momento decisivo en la historia de la humanidad, el hecho que abrió la puerta para nuestra posterior salvación. El plan de Dios para reconciliar al hombre consigo mismo se estaba cumpliendo. Y no digo que el plan ahí empezó, dado que nuestra salvación y el medio para la misma fueron decretados desde antes de la fundación del mundo (Ef 1.4, 5); es decir que es anterior a mi pecado y a tu pecado.

Uno pensaría que semejante mover de Dios tendría que haber tenido mayor publicidad. No era un asunto pequeño el que Dios se haya hecho uno como nosotros y dadas las características propias de su misión, se hubiera esperado más “propaganda” al nacimiento del Rey de Israel. Pero nada de eso sucedió.

La Segunda Persona de la Trinidad se hace hombre en medio de una familia desconocida, de una aldea insignificante, en una provincia fronteriza del poderoso imperio romano. Sus padres no vendieron la exclusiva a ningún medio de la época (sé muy bien que no los había, pero creo que me entienden) De tan pobres, no tuvieron otra alternativa que esperar el parto de su hijo en un pesebre, lugar reservado para el ganado.

El hecho en sí mismo era conocido con anterioridad por una cantidad de personas que fácilmente se podrían contar con los dedos de una mano. Aún los magos de oriente, que llegaron un tiempo después del nacimiento, no tenían muy en claro quien sería este personaje. Los pastores convocados al lugar por multitud de ángeles esa misma noche, salieron glorificando a Dios, pero nada se nos dice acerca de si alguien, aparte de maravillarse, les creyó, o si ellos mismos entendían con profundidad que es lo que habían presenciado.

Es decir que el mayor milagro que fuera posible imaginar, pasó casi inadvertido para la gran mayoría de las personas del mundo. La salvación venía al mundo y nadie se enteró.

Y en esta navidad, tendríamos que aprender una lección, como regalo para nosotros y para los demás, de este relato tan conocido. Y la lección es que mucho de lo bueno y fundamental que pasa en este mundo, las cosas que realmente valen, muy a menudo pasan desapercibidas para el resto. Como decía al principio, sino es espectacular, no sirve.

Creo firmemente que los cristianos tendríamos que retomar la senda del evangelio sencillo, del cambio del alma en la quietud de una oración. Mucho de lo que vemos en nuestro mundo evangélico hoy, también pasa por lo espectacular, olvidándonos que Dios opera la gran mayoría de las veces sin tanto bombo y platillo. Es hora que el silencio del pesebre nos haga reflexionar sobre la forma en que hacemos nuestro trabajo entre las almas que no necesitan más espectáculo, sino que el Hijo de Dios more en sus vidas para salvación de las mismas.

No porque los medios usen la espectacularidad para atraer gente, los cristianos deberíamos hacer lo mismo. No hablo de usar la capacidad creativa que Dios nos dio, sino de pasarnos de la raya y empezar a producir espectáculos para que la gente asista a nuestras iglesias.

Hermanos, que en esta navidad puedas tomarte el tiempo de hacer un balance sobre tu año con el Señor, y en especial de tu año como servidor del Altísimo. Ojalá que el balance sea positivo (aunque nunca lo es totalmente) pero más que nada, ojalá que puedas descansar en el hecho de que quizá nadie sepa que es lo que estás haciendo, pero si lo estás haciendo por amor a Dios y a los hombres, eso vale mucho más que todo el brillo de la fama efímera de nuestro tiempo.

Que, Jesús, quien vino en humildad para cambiar el mundo, nos contagie con su mismo espíritu, para cambiar nuestro mundo, desde el lugar que nos toque.